Aún quedaban horas para que llegara.
Le gustaba que ella estuviera esperándole.
Pero había tardes, días, semanas, en que la espera se hacía interminable.
Se aburría irremediablemente.
Las cortinas de terciopelo impedían casi por completo el paso de la luz.
Eran azules como el mar, y con el ir y venir del viento creía, con mucha voluntad, estar en uno de esos veleros que se mecen con olor a salitre y a sol.
Salió al jardín descalza, y entró en el invernadero para comprobar con orgullo la aparición de sus nuevos brotes. Había allí toda suerte de plantas en pequeños recipientes de plástico, vidrio, cerámica y madera reconvertidos en maceteros que ella misma había improvisado. Le fascinaba que la vida se abriera paso de pronto, de un día para otro, se tratara de la semilla que se tratara, en todos aquellos recipientes. Excepto en ella.
En el invernadero hacía un calor especial, no asfixiante, húmedo. Olía a tierra mojada, a verde, a cristal, a suelo sucio, y a botellas viejas de plástico a medio descomponer.
Olía a sacos de sustrato y abono, a granza de café y tomate.
Podría pasar horas allí de no ser porque al final siempre acababa regando de más, y eso le asustaba.
Se remangó el quimono sujetando con una mano la manga del brazo contrario, que sostenía la botella de regar. En el tapón tenía varios agujeritos por los que salían diminutos chorros finos de agua,
como si de lluvia se tratase.
Era un método barato y eficaz para regar, además, cada botella tenía su historia. Aunque ya eran ilegibles las escasas etiquetas desteñidas que aun quedaban pegadas a algunas de ellas.
Levantó con oficiosa religiosidad los plásticos que cubrían los semilleros, para comprobar sus brotes. Diecinueve. Siete más que por la mañana.
Estaba contenta y enternecida.
"Debo preparar sus nuevos recipientes
", pensó, cogió algunas garrafas vacías de agua mirándolas y midiendo en ellas algún orificio inexistente y volvió a la casa.
De un cajón de la cocina con bolsas de basura y corchos de botellas de vino, sacó un
cutex, que depositó en la mesa al lado de las garrafas algo polvorientas.
Suspiró y deshizo el lazo delantero de su quimono, y luego una vuelta, y otra más.
Era dorado, con pequeños brotes y pececillos en color turquesa, de un algodón tan fino, suave y brillante como la seda. Dejó el cinto en el respaldo de una mecedora y se desvistió con cuidado, doblando el quimono con estricto cuidado y dejándolo sobre el cinto.
Entró en el baño, apenas miró de reojo su reflejo en el pequeño espejo.
Su camisón turquesa, corto , ceñido, de tirantes y gran escote realzaba su figura. Sus pechos escapaban firmes sobresaliendo del escote, contrastando el negro del sujetador con el blanco de
su piel, y haciendo los tirantes un juego de lianas.
También sus muslos eran blancos, y su espalda, sus brazos, toda su piel, no como el nácar, pero sí como el vidrio templado de alguna de sus botellas, que dejaban entrever los tallos verdes
enraizados en su interior.
También su piel dejaba adivinar el surco de sus venas de color aguamarina.
Antes de salir del baño se detuvo un momento para mirarse. Se estiró y contuvo la respiración, estilizando aun más su cuerpo, su vientre.
Apartó algunos de los mechones de su flequillo a un lado, para verse mejor las cejas, los ojos, la frente. Tenía alguna arruga?
Miró sus dientes, los cuales nunca fueron de un blanco nuclear, pero estaban todas las piezas en perfecto orden y limpias. Sus labios eran gruesos, rosados y jugosos.
Miró más abajo, su escote, y algunos de los lunares que lo adornaban.
Acarició con sus largos dedos su piel, su cuello, sus pechos, sus hombros, sus brazos, su cintura, su vientre, sus caderas, sus muslos, y el interior de estos, como en un abrazo a sí misma, uno dulce, lento, y a conciencia.
Las cortinas se mecían cada vez más oscuras. Entraba por la puerta del jardín el aire frío y húmedo de la tarde por lo que volvió a vestir su quimono, a tapar sus tobillos con el algodón dorado,
y a atar la lazada de su cinto con doble vuelta en torno a su cintura, con un lazo perfecto, las solapas bien dobladas tapando su garganta, las amplias mangas extendidas tapando sus muñecas.
Y olvidando las garrafas de agua vacías y el
cutex, se sentó exhausta y relajada en la mecedora, sin saber qué hacer, esperando a que llegara la noche y él con ella.