El naufrago ignorante, que no sabía nadar, no hacía nada más que dar vueltas a una idea. Como era posible que una plancha de metal flotara, aquello era imposible.
Después de más de una hora meditando, pensó. Yo debo de haber aprendido a nadar sin darme ni cuenta, y realmente soy yo quien sujeta y mantiene a flote esta pesada plancha de hierro. "Sin duda podría estar mejor si lo suelto y me dejo flotar en el océano".
Tras pensarlo durante otra hora, se soltó alejándose del extraño hierro.
La plancha intentó advertirle, pero sin su naufrago, su Amor no servía para mantenerse a flote. Lloró como nunca antes lo había hecho un corazón de hierro.
Y al rojo vivo incandescente se hundía, mientras sentía como su amado descendía a las profundidades, sin su tan preciada vida.